Columna de Opinión

Sobre el trabajo como peste *

7/12/2023
Autor:
Levy del Aguila

El respeto del horario laboral suele ser formulado por cierto progresismo como una suerte de defensa a ultranza contra la explotación y la alienación en el trabajo. Lo cierto es que mucho de este progresismo en ocasiones edulcora con su “resistencia” lo que tiene que ser criticado más firmemente. Esta resistencia se presenta como una respuesta a las distintas formas de precarización del empleo que han sido moneda corriente en el mundo a lo largo de los últimos cincuenta años de capitalismo neoliberal. En consecuencia, dicho discurso progresista apela a la normativa y las leyes de protección laboral(las que aún subsisten, claro está) para enfrentar a las lógicas y las ideologías de la acumulación que ahora toman la forma de “ponerse la camiseta”, de modo que “el mérito” sea reconocido alguna vez en una posible mejora de las condiciones laborales, o que al menos dificulte una posible pérdida del empleo. Una de las prácticas en las que se expresa esta resistencia es la disputa por contener la extensión de la jornada laboral. Si atendemos, por ejemplo, a la evolución del trabajo calificado en las últimas décadas, podemos identificar la lucha contra jornadas de trabajo que no tienen cuando acabar, ni al final del día, ni en momentos de esperable descanso, como los fines de semana o días festivos. Cabe destacar que, en tiempos de creciente virtualización de la vida laboral, la “permanencia” en el trabajo no hace sino prolongarse con marcada notoriedad.

Pero no se trata solo de un asunto de derecho laboral. Cuando nuestro interlocutor progresista cuestiona la prolongación abusiva de la jornada laboral, entra en juego también una perspectiva ética respecto de tópicos contemporáneos, como el balance vida-trabajo o el cuidado de una vida saludable, incluyendo decisivamente —en los últimos años— la salud mental delos trabajadores. En buena cuenta, se plantean cuestiones clásicas acerca de la felicidad personal y la importancia de que el empleo que permite el sostén económico no signifique morir en el intento o tener una experiencia laboral miserable. Estas demandas vitales que trascienden la supervivencia —al menos en los sectores de la producción donde los trabajadores pueden permitirse esta trascendencia— son asumidas de distintas maneras conforme con variables como la dimensión generacional. Así, encontramos ese lugar común según el cual las generaciones más jóvenes del mercado laboral (milenials, generación Z) definirían sus preferencias laborales dependiendo del trabajo en el cual ven mayores oportunidades de crecimiento integral, allí donde cada puesto de trabajo tiene un valor relativo a la autorrepresentación de una vida por delante que se espera plagada de experiencias renovadoras. Fuera de estas generaciones, este asunto se hizo patente de un modo más amplio en la famosa “Gran Renuncia” que en ciertos países desarrollados se dio después de la pandemia de la COVID-19, acontecida desde la demanda por una experiencia laboral capaz de aprovechar los enfoques híbridos y virtuales de trabajo con vistas a una mejor calidad de vida personal.

Las formas clásicas de explotación y alienación en el trabajo, de acuerdo con la pauta del taylorismo y el fordismo del siglo XX, han dado, pues, paso a otras manifestaciones contemporáneas que han quebrado la lógica lineal de las cadenas de producción; por supuesto, no en todos, pero sí al menos en amplios sectores del mercado laboral de fuerza de trabajo más calificada. Nuestro interlocutor progresista sigue peleando por horarios estrictos e impolutos. La lógica del capital, en cambio, más astuta y menos defensiva, va firme hacia formas renovadas de acumulación que no se detienen en pautas legales o éticas de tiempos que, en su perspectiva, ya están caducos o simplemente tienen que ser superados.

Por su parte, algunos sectores privilegiados del empleo asalariado pueden plantearse la cuestión, en otros términos: ¿mi espacio de trabajo puede o no ser un espacio de autorrealización personal? En medio de la aguda crisis sistémica de nuestros días, para la gran mayoría de la humanidad, esto, por cierto, sería una veleidad. Sin duda, muy pocos privilegiados, con cierta formación, ciertos recursos culturales, lazos sociales y posiciones de clase, pueden plantarse hasta cierto punto como asalariados frente al capital y preguntarse —con algún margen de acción— si un posible empleo será o no un espacio para el desarrollo de sus ambiciones personales más amplias y no solamente un lugar donde paguen bien.

Que el trabajo sea una práctica de autorrealización es una demanda contemporánea que el capitalismo neoliberal tiene que enfrentar de distintas maneras. Este periodo de la historia del capitalismo se dinamizó promoviendo el consumismo compulsivo, las burbujas financieras y la máxima depredación ambiental sin interés por las consecuencias, simplemente entregando a la humanidad a la máxima “la vida es ahora”, como rezaba el eslogan de alguna tarjeta de crédito. Pues bien, puesto que la historia suele ser mucho más que un plan maquiavélico, resulta que esa puerta al goce va calando también en la faceta productora de aquellos que gozan, es decir, en la demanda de que el goce sea parte más amplia de nuestra experiencia personal, incluido el trabajo. En efecto, los consumidores, en la mayor parte de los casos, también tienen que trabajar, y es de esperar que el cambio cultural de sus disposiciones afecte el conjunto de su actividad.

¿Puede el capitalismo neoliberal afrontar esta demanda del trabajo como autorrealización?

Esta pregunta es, sin duda, más radical que la demanda defensiva que quiere “huir del trabajo como de la peste”, a decir del viejo filósofo, y no quiere que se le moleste cuando goza de las maravillas del consumismo que puede comprar gracias “al sudor de su frente” —según la vieja sentencia del Génesis—. Desde ese afán, siempre podemos encontrar un empleo en el que se respete nuestro horario cual triste anhelo burocrático; es decir, perfecta segmentación de la vida, para que “todo tenga su lugar”. Para su mala fortuna, las necesidades de la acumulación capitalista contemporánea ya no pueden contentarse con lógicas burocráticas. El capital va por más, ya que así es la naturaleza de su ambición. Deja de lado los prejuicios que alguna vez le fueron útiles y forja otros nuevos. Desde esta ambición, su mirada se pone menos lastres y restricciones; su afán de progreso es mayor y abandona las formas legales y éticas que ya no le sirven más. Si uno despierta a medianoche deseoso de formular una innovación en su proceso de trabajo, ¿nos toca censurarnos por estar fuera del horario de trabajo? Por supuesto, desde las ideologías del neoliberalismo, tal autocensura sería anatema, síntoma de que esa persona no parece estar dispuesta a dar lo mejor de sí. No hay mayor misterio en ello, si pensamos desde la lógica del capital.

Frente a esto, la respuesta progresista no solo es retardataria, sino inocua, pues no va al asunto de fondo que nos toca discutir respecto del trabajo en el mundo contemporáneo. Ese problema no es a qué hora trabajo o dejo de trabajar, sino si tal o cual trabajo me realiza como persona, poniendo por delante mi desarrollo individual (goce), colectivo (valor para la organización)y comunitario (aporte a la sociedad en su conjunto) por sobre el lucro privado o cualquier interés a cargo que haga de mi capacidad creadora un mero instrumento subyugado de su crecimiento.

Sin embargo, quizá quepa una respuesta diferente a la de los afanes neoliberales por entregarnos a la vorágine sin pausa de la acumulación privada, así como a la del progresismo edulcorado que “resiste” descansando, huyendo en sus “horas libres”, y que —por cierto— siente una gran dignidad en ello. Como enseñaba el liberal Richard Rorty, algunas cuestiones no se resuelven, sino se disuelven. Quizá va siendo hora de plantearnos este asunto del trabajo más afondo. Es poco probable que algún ser humano pueda realizarse integralmente en medio de jornadas interminables. No obstante, el asunto de los horarios en los cuales disponer de nuestra energía creadora en el trabajo debiera pasar a ser considerado como un asunto secundario, cuya importancia venga decidida según las exigencias concretas y específicas que el trabajo como autorrealización podría requerir según circunstancias harto variables. La idea es, pues, que el trabajo deje de ser peste, esa suerte de negación delo que propiamente somos. Esta es la cuestión crítica actual del mundo laboral.

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Dr. Levy del Aguila. Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú.

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